El relato que construye el director Nicholas Jarecki comienza por describir al protagonista, encarnado con solvencia por Richard Gere. Se trata de un millonario al que la vida parece sonreír en todos los planos posibles; sin embargo, de a poco el espectador comienza a advertir que no es oro todo lo que reluce. La corporación que dirige el magnate no tiene todos sus números en orden, y su aparentemente feliz vida familiar esconde profundas grietas. Todo va a entrar en crisis a partir de un hecho policial que involucra directamente al protagonista, y que amenaza con pulverizar su envidiable bonanza. El multimillonario comenzará una carrera contra el tiempo para vender su corporación a un poderoso banco antes de que los investigadores descubran la verdad.
A partir de este interesante planteo, el realizador se decanta hacia la vertiente del suspenso y de la intriga policial, y renuncia a profundizar en la crítica a los aspectos oscuros y censurables de la relación de los poderosos con el resto del mundo que los rodea. De a ratos, da la sensación de que el núcleo dramático del filme va a centrarse en estos aspectos, pero los códigos del thriller lo llevan por otros caminos. En una historia con muchos villanos y ningún héroe, el director decide no insistir en la línea que esboza el policía (interpretado algo rutinariamente por Tim Roth) en el sentido de que a los verdaderos dueños del poder nunca los alcanza la justicia y que jamás deben asumir las responsabilidades que les corresponden por sus acciones.
Pero debe reconocerse que el entretenimiento que propone el filme funciona aceitadamente. Las situaciones que enfrenta el protagonista se van encadenando con fluidez, y la intriga se sostiene a pesar de que la estructura general del guión no es demasiado original. Mucho tienen que ver con estas virtudes el buen ritmo que el director imprime a la narración y el acierto en la elección del elenco, en el que sobresale Richard Gere con un trabajo complejo y lleno de matices.